10 años sin Umbral
La Biblioteca Nacional de España recuerda la figura de Francisco Umbral, diez años después de su fallecimiento, en colaboración con la Fundación que lleva su nombre. La primera mesa redonda reúne a tres profesores universitarios que han escrito sobre él. La segunda, a escritores, periodistas y editores que le conocieron y trataron.
Francisco Umbral vivió para escribir y escribió para vivir. Su vida estuvo en función de la literatura. Vivía en escritor. Necesitaba escribir para sentirse él mismo y si llegó a la centena de libros entre biografías, novelas, diarios y recopilación de artículos (además de reseñas de libros por ahí perdidas y críticas de teatro), si durante años compatibilizó varias columnas al día y mantenía una constancia en el trabajo sin par fue porque no sabía qué otra cosa podía hacer.
Francisco Pérez Martínez nació el 11 de mayo de 1932 en el madrileño barrio de Lavapiés pero se crio rodeado por la familia de su madre en un Valladolid de posguerra. Después llegó el colegio, una academia para aprender mecanografía, el adolescente enfermizo que ingresa como botones en un banco, las primeras lecturas literarias bajo la tutela de su madre… Una vida demasiado tranquila para las aspiraciones de un joven que muy pronto está decidido a salir de una ciudad plateresca que le ahogaba. El bautismo literario le llegó en El Norte de Castilla, que hacia 1957 lo dirigía Miguel Delibes. Pero aquel joven alto, rubio y algo desgarbado logró su primer trabajo con regularidad en León, donde se trasladó en 1958. Allí leyó sus crónicas en La Voz de León y escribía con pasión para el Diario de León. Su estancia en aquella ciudad fría y monocorde fue decisiva; como encargado de actividades culturales del Círculo Medina le permitió conocer a González-Ruano, Leopoldo Panero, Gerardo Diego y José Hierro, quien le apadrinó para que leyera sus cuentos en el Ateneo de Madrid.
El descubrimiento de la capital le transformó. Fallecida su madre (1953) y tras haberse casado con España Suárez Garrido (1959), se instaló en sucesivas pensiones en el Madrid de 1961 desde donde seguía enviando artículos para El Norte de Castilla y empezó a colaborar en numerosas revistas (Mundo Hispánico, Poesía Española…). Ganó en 1964 el Premio Gabriel Miró y un año después publicó el ensayo Larra, anatomía de un dandy y unos cuentos reunidos bajo el título Tamouré. A partir de ahí los libros se suceden con el vértigo de una voracidad que nunca abandonó. Dedicó en 1968 sendos ensayos a dos referentes muy suyos, Federico García Lorca y Ramón del Valle-Inclán, y al siguiente año otro a Lord Byron. Pero no olvida la novela: Travesía de Madrid, Memorias de un niño de derechas, Carta abierta a una chica progre, Diario de un snob, Esa gente guapa de derechas, Retrato de un joven malvado… La crónica, la reflexión, el pulso de una España en ebullición, todo cabe en sus libros que poseen ya una personalidad deslumbrante.
Y llega 1976, el año de su consagración; obtiene el Premio Nadal por Las ninfas e ingresa en el periódico El País, donde sus crónicas son todo un referente y mantiene su colaboración diaria con la agencia Colpisa que dirige su amigo Manu Leguineche. Aún tiene abierta la herida de la muerte de su hijo Pincho, fallecido de leucemia dos años antes y que mostró al mundo a través de un libro tan alabado como terrible y conocido como Mortal y rosa. Jamás se repuso de aquel latigazo a traición.
Abrazó y tomó el pulso a una Transición de la que fue testigo y protagonista desde la primera línea a través del trato que mantuvo con actores, cardenales, políticos y cantantes (Ana Belén, Tierno Galván, Ramoncín…). Todos querían aparecer en sus negritas, todos ansiaban que su nombre figurase en sus crónicas. Viajó por Europa, editó A la sombra de las muchachas rojas, se publicó su gran Diario de un escritor burgués, además de lograr el Premio González-Ruano.
Y se trasladó a su dacha de Majadahonda, donde buscó el respiro y la serenidad entre el ajetreo semanal de noches en Bocaccio, comidas en el Ritz y tertulias en el Gijón, ambiente que había retratado en La noche que llegué al café Gijón.
Tras dejar El País acude a la llamada de Pedro J. Ramírez y se convierte en la referencia obligatoria de Diario 16 y luego de un periódico nuevo que rompería moldes, El Mundo. Y allí se mantuvo hasta el final de sus días (28 de agosto de 2007), mientras iba entregando a la imprenta títulos como Leyenda del César Visionario, Madrid, tribu urbana o el impagable Un ser de lejanías. Su reconocimiento definitivo se fraguó en el Príncipe de Asturias de las Letras, el doctor honoris causa por la Universidad Complutense y el Premio Cervantes.
Un repaso por sus libros ayudará a entender qué ocurrió en España durante las cuatro últimas décadas del pasado siglo y los primeros años del presente. Ojo avizor siempre, no había como su columna para comprender qué estaba pasando en unos años decisivos a los que puso en limpio. Nos descifró una época a través de una escritura esmerada a la que sacó jugo y punta. Nos ofrecía cada mañana una crónica con el pulso de un escritor fino e imprevisible al que tanto debemos y a quien se le sigue echando en falta.
La literatura como vida, la vida como literatura
Manuel Llorente