El rey que desafió a la epidemia
Enfermo de tuberculosis y sin avisar a su familia ni al Gobierno, Alfonso XII viajó a Aranjuez para consolar a los contagiados de cólera en plena epidemia.
El rey consolando a un enfermo de cólera en un hospital de Aranjuez
El rey actuó impulsado por un sentimiento generoso irresistible. Así describió la Ilustración española y americana, en su edición de 8 de julio de 1885, el gesto de don Alfonso XII de ir a visitar a los enfermos de cólera de Aranjuez en plena epidemia. Sin avisar ni a su familia ni al Gobierno, el rey se fue en coche de caballos del palacio a Atocha acompañado solo de un ayudante, cogió el tren y llegó a Aranjuez para recorrer los hospitales donde se hacinaban los contagiados. Un grabado de ese periódico lo muestra inclinado sobre la cama consolando a un enfermo.
Esta visita espontánea fue reconocida con una ovación entusiasta del pueblo de Madrid a su vuelta. El recibimiento en Atocha fue apoteósico. Está bien hecho, eran las palabras que como una consigna la gente repetía entre vítores. Lo que ni los madrileños ni los españoles sabían entonces es que Alfonso XII, que contaba solo con 27 años, estaba enfermo él mismo de tuberculosis, enfermedad que se le había manifestado hacía un par de años y que le llevaría a la tumba sólo unos meses después de su visita a Aranjuez.
Hacía poco que el cólera se había desatado en el Levante español. Los primeros contagiados se habían registrado en poblaciones de Valencia en la primavera y la epidemia se había extendido ya a Murcia. El rey quiso ir a socorrer a los habitantes de esta provincia, pero el presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, que sabía de su enfermedad, se lo había impedido. Un jornalero de la huerta murciana se había ido huyendo del cólera a Aranjuez llevando la infección con él. Al inicio del mes de julio, la epidemia hacía ya estragos entre los vecinos y los soldados de la guarnición del Real Sitio y amenazaba a Madrid.
Esta vez Alfonso XII decidió no consultar con nadie y salió al alba sin avisar para Aranjuez, donde ya había estado en la primavera como era costumbre secular en la monarquía española. Los reyes solían pasar el verano en el palacio de La Granja y la primavera en el de Aranjuez.
En su edición de noche del 2 de julio, el mismo día de la visita real a los enfermos del cólera, el periódico El Día informaba de la sesión de Cortes así:
A las tres se abrió la sesión, viéndose los escaños completamente ocupados por los señores diputados. Todos los jefes de las minorías ocupan sus puestos. El ministro de la Gobernación está en el banco azul. El señor Sagasta se levantó (expectación) y dijo: El rey en Aranjuez solo, sin preparativos y sin aparato alguno. Ha ido a luchar con la muerte, y ante este rasgo tan heroico sólo se me ocurre gritar: ¡Viva el Rey!
Casi toda la Cámara se unió en esta aclamación al monarca y la sesión se suspendió para que los diputados, mezclados con el pueblo, bajaran a la estación a recibir al rey, cuya llegada estaba prevista para las cuatro de la tarde.
El diario La Época daba más detalles de la escapada real: al llegar a Atocha el rey y su ayudante habían tomado dos asientos de primera clase; enseguida le reconoció el jefe de servicio y dio conocimiento a su superior en la compañía ferroviaria, quien ofreció un coche-salón al monarca que éste rehusó. La noticia corrió entonces por todo Madrid y enseguida salieron para Aranjuez en un tren especial el gobernador civil, el ministro de la Guerra y el capitán general Manuel Pavía. Al presidente Cánovas le fue entregada una carta del rey informándole de su decisión a las nueve de la mañana, una vez que don Alfonso había llegado a Aranjuez.
El periódico ponía en boca de la reina María Cristina las siguientes palabras: No le perdono que haya dejado de despedirse de mí… Hubiéramos ido juntos. Al conocer la noticia, la reina se había retirado a rezar a la capilla junto a la infanta Eulalia.
En Aranjuez, donde fue recibido por las autoridades de la población, el rey recorrió el hospital del Real Patrimonio y dos hospitales habilitados, uno en la Casa de Marinos, donde se guardaban las falúas con que los reyes navegaban por el Tajo, y otro más en un colegio, además de algunas casas particulares. Don Alfonso, que comió el rancho de los cuarteles, ordenó además que los soldados de la guarnición enfermos fueran llevados a las habitaciones del palacio real para recibir allí tratamiento.
El periódico La Unión informaba que el rey había llegado a repartir hasta 60.000 reales en limosnas durante su estancia en Aranjuez, donde además del cólera había insuficiencia de subsistencias. En el Convento de San Pascual, donde habían fallecido seis monjas y había otras enfermas, don Alfonso entregó una cantidad a la superiora y prometió enviar socorros.
Sólo había ese día en Aranjuez un corresponsal de la prensa madrileña, el de La Correspondencia, que fue testigo de cómo el rey se acercaba a la cama de los contagiados y pasaba un rato consolándolos hablando con ellos. Fue testigo de la conversación del rey con un soldado natural de Murcia que le pidió una licencia temporal cuando se recuperara: La tienes concedida, y diles a tus paisanos que el Rey no ha ido allí porque no ha podido; pero que los acompaña con el corazón durante su desgracia, como acompaña a todos los españoles en sus aflicciones y en sus desventuras.
Los periódicos hacían a diario un recuento de contagiados y fallecidos en las provincias y localidades afectadas por el cólera. Usaban los términos invasiones y defunciones. Así, por ejemplo, el 2 de julio, día de la visita del rey a Aranjuez, el diario La Iberia informaba que había habido la víspera sólo 4 ó 5 casos en Madrid capital, pero en el Real Sitio, con una población de unos 7.500 vecinos, había habido el día anterior 152 invasiones y 78 defunciones. El mismo día 2 hubo 7 invasiones y 2 defunciones en Madrid y 99 invasiones y 62 defunciones en Aranjuez, lo que da una idea de la gravedad de la situación en esta localidad y el peligro de contagiarse que había corrido el rey. Tiempo después, pasada la epidemia, el balance final en Aranjuez fue de 1.600 contagiados, de los que murió aproximadamente la mitad.
La multitud agolpada en los andenes de la estación de Atocha para recibir al rey
La Época contaba la vuelta del rey a Madrid diciendo que había recibido la ovación más espontánea, más general y más merecida que haya recibido nunca Monarca alguno.
La estación de Atocha y alrededores estaban a rebosar y la gente del pueblo se mezclaba con duques y marqueses. La Guardia Civil a caballo a duras penas se abría paso entre la muchedumbre para que la reina pudiera llegar al andén a recibir a su esposo. Tras abrazarla, el rey y sus acompañantes tuvieron que pasar por una caseta para ser fumigados con vapores de timol y ácido fénico durante diez minutos, mientras no cesaban los vítores y aplausos.
Una vez en el carruaje real, la comitiva enfiló hacia palacio pasando por la Puerta del Sol, donde en palabras del periódico el ambiente era indescriptible:
Desde las cuatro y media observose grande aglomeración de gentes en las aceras, farolas centrales y en torno de la fuente, a pesar del sol, que calentaba hoy bastante; principalmente entre las calles de la Montera, Carmen, Preciados y Mayor, la concurrencia era tan numerosa que no se podía dar un paso. El objeto de las conversaciones era en todos los corros el mismo: el heroico esfuerzo y el valor magnánimo del Monarca. Todos los balcones se hallaban ocupados por gran número de señoras. A las cinco menos diez entraba S.M. por la Carrera de San Jerónimo en la Puerta del SoI; todo el mundo se dirigió al carruaje, que iba lleno de flores, agitando pañuelos y sombreros y dando repetidos y entusiastas vivas. La gente abandonó en un instante los comercios, cafés, tranvías y carruajes, ansiosa de saludar y aclamar al Rey, cuyo coche apenas si podía marchar lentamente. El entusiasmo era indescriptible; todas las clases sociales, desde la aristocrática dama hasta el honrado y laborioso obrero, se disputaban el honor de llegar hasta el estribo del coche de S. M. para manifestarle su cariño y admiración por su temeroso y espontáneo arrojo. Al llegar a la calle del Arenal fue imposible continuar adelante por la aglomeración de personas. Parecía aquello un mar de humanas cabezas, en cuyos labios había y se escuchaba una misma y sola frase: ¡Viva el Rey!
La multitud aclama a Alfonso XII durante su regreso al Palacio Real
Al llegar a palacio, don Alfonso fue saludado por ministros, embajadores y aristócratas y tras ser fumigado de nuevo y cambiarse de ropa tuvo que salir al balcón a saludar en varias ocasiones a la multitud. El periódico añadía anécdotas protagonizadas espontáneamente por la gente, como la de un hombre del pueblo que con voz vibrante y entrecortada gritó: Soy republicano ¡Viva el Rey!
No obstante, los periódicos republicanos no se mostraron tan entusiastas. Para el diario La República el viaje del rey no había sido ni arriesgado ni heroico. Y El Progreso escribía: no está tan degradado el país que debe presentarse como mérito el cumplimiento estricto del deber. Por su parte, El Porvenir estaba especialmente dolido con el líder liberal Sagasta por haber gritado Viva el Rey en el Congreso. Para este periódico, Sagasta había perdido toda su seriedad, toda su gravedad y todo su prestigio.
Don Alfonso, que había conocido el exilio cuando su madre, la reina Isabel II, fue destronada en 1868, fue recibido con sentimientos encontrados cuando regresó a España como rey en 1874, pero su popularidad aumentó notablemente tras ponerse fin a la guerra carlista y a la guerra de Cuba y también a raíz de su matrimonio por amor con su prima María de las Mercedes y la muerte de ésta a los pocos meses de la boda. Prueba de esta corriente de simpatía son las coplas compuestas entonces sobre la pareja en clave de idilio romántico, un hecho histórico que llegó idealizado al teatro y al cine en el siglo XX.
Su visita a los enfermos del cólera de Aranjuez incrementó su popularidad, pero el hecho de morir de tuberculosis con 27 años sólo unos meses después de esa visita, el 25 de noviembre de 1885, fue lo que disparó el cariño al monarca. Por suscripción popular, el pueblo de Madrid le levantó el imponente monumento del estanque del Retiro, donde se le ve a caballo sobre un gran pedestal. Aunque seguramente don Alfonso preferiría el homenaje que le dedicó el pueblo de Aranjuez, una sencilla estatua en el centro de la localidad donde se le ve con su gorro militar en la mano derecha y su mano izquierda extendida en ademán de consolar a los enfermos.
Fue un gesto muy noble dónde se hace de notar su sencillez y espontaneidad, me ha gustado mucho el artículo pues pues ignoraba esta gesta de Alfonso 12