Las palabras que sirven de epígrafe a este ensayo apuntan al pálpito visceral que tantas veces alienta la lectura de la poesía de Miguel Hernández. Sobran los motivos, más allá del primerísimo, sin duda, estético: el contexto de la guerra civil, su via crucis carcelario, el marcado carácter autobiográfico de su obra —estremece pensar, como lo ha visto Tuñón de Lara, que el poeta protagoniza la tragedia que canta—, su pasión torrencial y la musicalización de varios de sus poemas emblemáticos por un cantautor del calibre de Serrat. Pero la reacción emocionada ante sus versos —tan inevitable como necesaria, y que hago mía, pues el estudio literario exige tanta pasión como rigor—, suele distraernos del sorprendente dominio del oficio de un poeta autodidacta que murió a los treinta y dos años..