EL pintor albaceteño Benjamín Palencia, y el escultor toledano Alberto Sánchez, más conocido como Alberto, a secas, fueron los dos principales representantes de un camino autóctono simbolizado por el nombre de la localidad madrileña de Vallecas. Benjamín Palencia, educado en Madrid, pronto conquistó la atención de algunos de sus colegas, así como de algunos escritores, siendo uno de los primeros ilustradores de la Revista de Occidente.
Más complicado fue el camino de Alberto. De orígenes proletarios, durante la década del diez se movió en aguas socialistas, en las cuales coincidió con el pintor Francisco Mateos, y fue soldado en Marruecos. En los años veinte, conectó en el Gran Café Social y de Oriente, de la Glorieta de Atocha, con el pintor uruguayo Rafael Barradas, alma de la tertulia conocida como “de los alfareros”, debido al hecho de que Barradas era el director artístico de la revista coruñesa Alfar.
Alberto y Benjamín Palencia, a finales de los años veinte y comienzos de los treinta, iniciaron el camino a Vallecas, en un mojón de cuyo Cerro Testigo inscribieron los nombres de algunos de sus faros: Picasso y Eisenstein, pero también El Greco, Cervantes, Zurbarán y Velázquez. Vanguardia rural, enraizada en el paisaje mesetario, y en una tradición.
En el retrato de Alberto (1932), Benjamín Palencia nos propone un retrato sintético, físico y moral, de su compañero en la breve y decisiva aventura. Un retrato geométrico, ruralista, y del cual no está ausente el humor. De Alberto enseñamos Máscara (circa 1936), una de las pinturas sobre papel que lo representan en la Biblioteca Nacional. Se trata de una imagen hierática, enigmática, impresionante –el rostro, como calavera–, de estirpe claramente vallecana, empezando por su gama cromática tan sobria, por lo demás tan cercana a Benjamín Palencia. Alberto y Palencia, una raíz común, y dos vidas divergentes, de la guerra civil en adelante.