FEDERICO García Lorca (Fuentevaqueros, 1898 - Víznar,1936) fue un rendido admirador de María Blanchard (Santander, 1881 - París, 1932), la doliente pintora cubista cántabra. Para entonces, Ramón Gómez de la Serna ya había incluido a Blanchard y a su condiscípulo, el mexicano Diego Rivera, en su muestra madrileña de 1915 Los pintores íntegros. A su temprana muerte ambos escritores estuvieron en un homenaje póstumo a su memoria en el Ateneo de Madrid, en compañía de la novelista cántabra Concha Espina, prima de la pintora. La «Elegía a María Blanchard», escrita para tal ocasión por el poeta grabadino, está recogida en un manuscrito de seis hojas, regalado por el propio Lorca a la hija de Concha Espina, y pertenece desde 1988 a la Biblioteca Nacional, que aporta con él el punto de partida del presente diálogo.
Fue en 1934, durante el segundo de los viajes de Federico García Lorca a Santander con su grupo teatral la Barraca, cuando el poeta conoció al un joven pintor Antonio Quirós (Ucieda, 1912 - Londres, 1984), sobrino de María Blanchard, que había sido su influencia predominante durante una primera fase, como puede apreciarse en el cuadro El cajista (1933).
Pronto, como podemos ver en Perro ladrando a la luna (1935), el segundo cuadro aquí mostrado. Prodigioso, sobre todo, el modo que tiene el joven Quirós, de asimilar el lenguaje surrealista y lorquiano, eligiendo como escenario la bahía santanderina.
García Lorca, María Blanchard y Antonio Quirós, singularísimo pintor un tanto olvidado, cuyo centenario se celebra precisamente este año, y del que ahora recordamos sus períodos blanchardiano y lorquiano. Tres protagonistas excepcionales de un triálogo sobre el fondo verde de una ciudad y una bahía maravillosamente dichas por el pintor en su nocturno perruno y lunar...