Museo de Santa Cruz. Toledo.

PARECERÍA lógico que un pintor como El Greco (1541-1614), uno de los mayores representantes del arte religioso de la Contrarreforma, hubiera dejado algunas obras maestras de la imagen de Cristo, que conocemos como Verónica, Santa Faz o Santo Rostro. Parece lógico que una imagen no solo devocional, sino de carácter tan metapictórico, hubiera atraído a un artista complejo e intelectual, de intereses teoréticos, tan consciente del papel del creador artístico y del retratista inventivo como el cretense, tal como su figura ha ido evolucionando desde los años sesenta.
Es difícil encontrar una reflexión paralela a la pictórica en la obra que ha constituido por más de medio siglo la biblia sobre El Greco. Nos referimos al libro fechado en 1908, El Greco, del pedagogo y miembro de la Institución Libre de Enseñanza Manuel B. Cossío (1857-1935), una de las primeras monografías dedicadas a un artista español, al que se «recuperaba» del olvido secular, defendiéndolo de los juicios previos de pintor enajenado, para lanzarlo al estrellato nacionalista como culminación de un Siglo de Oro místico, predecesor de Velázquez y autoridad para la pintura más radicalmente moderna. Su éxito fue inmediato y se convertiría en la monografía más editada de un artista español.
Cossío partía de la explicación por medio de la influencia del ambiente castellano y su misticismo, de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; se nutría de las aportaciones de otras figuras vinculadas a la vanguardista Institución como Giner de los Ríos o Aureliano de Beruete, pero también hizo suyas ideas de historiadores como Carl Justi, con su imagen del cretense como un Quijote visionario, representante del espíritu de la Edad Media cristiana, impresionista y anárquico, que sucumbió a la tentación ambiental y reintrodujo el misticismo.  Esta será la versión casi oficial del Greco que impondrá su ley a lo largo de todo el siglo XX.