Durante los siglos XVI y XVII el estamento nobiliario es todavía el espejo de la sociedad en que todos se miran, y de ahí la importancia del honor y de la fidelidad al linaje. Don Luis no es un arribista, sino un noble de sangre. Pertenece a dos familias cordobesas de abolengo, los Góngora y los Argote, conquistadores de la antigua ciudad califal. Muchos de los actos de su vida se dirigen a consolidar su estatus de caballero y el de sus parientes próximos.
Su condición de eclesiástico (racionero en la catedral de Córdoba, capellán real en Madrid) no es incompatible con su nobleza, sino que la apuntala y se deriva de ella. A lo largo de veinticinco años, entre 1585 y 1611, los estatutos catedralicios del obispo Fresneda marcan el ritmo vital del poeta, sus tiempos de ocio y de negocio.
Desde 1617, en que marcha a Madrid, se convierte en cortesano a todas horas. En la capital, los grandes de España administran la gracia del Rey. Don Luis no es un cometa pasajero en la galaxia aristocrática de la corte, es una de sus estrellas de tamaño menor. Pero brillar en Madrid resulta caro y sus monedas de plata lucen poco. La luz gongorina procede de sus versos áulicos que, dirigidos a propios y no a extraños, son más de conveniencia que de compromiso.