En el Siglo de Oro, el viaje terrestre no es una experiencia agradable ni cotidiana, sino un ir comido de chinches a lomos de una mula. Solo buhoneros, arrieros y jinetes de postas hacen del viaje una forma de vida; excepto gentes de aventura y vagabundos, se viaja por necesidad.
Don Luis de Góngora no fue un aventurero ni un necesitado y, sin embargo, viajó bastante para lo que era normal en su época. No tuvo que marearse en las galeras de Barcelona a Génova ni en las naos de Sevilla a las Indias acompañando a virreyes amigos que tampoco cruzaron la mar. Sí conoció al dedillo los caminos de herradura de Castilla y Andalucía; desde jovencito, cuando marcha cada curso a estudiar a Salamanca y regresa en verano a Córdoba, hasta poco antes de morir, cuando trilla por última vez el camino real de la corte a su casa. Sufre los rigores del estío, el lodo invernal, las chanzas y malas artes de la caminería. Para el poeta el paisaje, las ciudades, no son de gabinete, sino de suela y ojos. Pasó por Madrid muchas veces, por Granada, por Toledo, por Cuenca, por Palencia, por Valladolid…, vio el mar en Galicia y en Huelva. El cansancio del camino no le nubla la vista ni el ánimo, aunque lo hace enfermar a menudo; la belleza de las cosas pasa a casi todos sus versos; en ocasiones, los malos olores de un regato ascendido a río cortesano, la tosquedad de las gentes o las trampas del mundo.