El retrato de don Luis de Góngora y Argote

 

Fernando Marías

Si el autor —como señalara Michel Foucault— ha sido una reinvención moderna, no podría serlo menos su retrato. Como beatos de la singularidad de un autor y una obra, buscamos la singularidad también en su efi gie, y olvidamos que la dialéctica entre individuo y grupo solo se resolvió tardíamente a favor del primero. Los primeros retratos de autores literarios —los autorretratos de artistas parecen haber seguido otras pautas— pertenecen en primer lugar al ámbito de las series, las de los hombres ilustres por sus actos y obras, que se unieron a las de los ilustres por su jerarquía o su valor. En segundo lugar, hallaron un medio diverso de exposición como fi rma icónica de sus obras manuscritas o impresas, como si la inclusión de un retrato en la portada subrayara la conexión entre texto y un autor individual con un semblante verdadero e intransferible. Luis de Góngora y Argote cumple —como poco antes Félix Lope de Vega Carpio y poco después Francisco de Quevedo— con este doble requisito en su retrato como autor.

Ellos fueron los primeros en reunir esta doble apariencia; pues a autores anteriores —desde el Nebrija del Dictionariorum de 1552 y el sastre Juan de Iciar de 1550, a Juan de Arfe y Villafañe, en su De varia commensuración para la esculptura y architectura (1585-1587), hasta Mateo Alemán, en su Guzmán de Alfarache de 1599— se les habían introducido su imagen o habían requerido su propio retrato.