Amelia de Paz
De la vida de Góngora, como de todas, sabemos menos de lo que creemos. Y lo que sabemos apenas nos ilustra acerca de aquello por lo que Góngora se eleva sobre el resto de los mortales y que es la causa de que —seducidos por el espejismo de las verdades auxiliares— prestemos atención a las vicisitudes de su existencia personal como buscando en ellas la explicación, o la corroboración, de esa excepcionalidad. La vida de Góngora es, como corresponde, impenetrable. En esa opacidad preserva toda su grandeza y sus miserias. Conviene no forjarse ilusiones. Lo que de ella se deja ver no es, en sí mismo, ni más ni menos memorable que el acontecer de cualquier otra vida.
Como todo el mundo, Góngora es hijo de su tiempo y de su cuna. Con el monarca de dos orbes y con el más oscuro campesino de Castilla comparte siglo, lengua, tradición y paisaje; como ellos, está sometido a un determinismo no menos implacable y bastante más excluyente, el familiar, que constituye el móvil más visible de casi todas sus acciones. La familia impone su ley biológica y social.