El Imperio Romano se fracturó por la irrupción de los pueblos germanos, que se instalaron de forma definitiva en torno al siglo V en las provincias occidentales, rompiendo su unidad y creando diversos reinos, en los que se fundieron sus caracteres propios con las tradiciones preexistentes. Las nuevas formaciones conocieron un largo periodo de acomodación hasta dibujar un nuevo mapa europeo de estados independientes pero cohesionados por la adopción común del cristianismo, una doctrina que, nacida en tierras de Palestina, se había convertido en religión de Estado a partir del siglo anterior. Por su parte, el Imperio Romano de Oriente (o Bizantino) mantendría durante diez siglos sus fronteras (aunque continuamente acosadas), su derecho, su lengua (el griego) y su particular modelo de cristianismo (ortodoxo) separado de Roma.