El texto sagrado ocupaba un lugar privilegiado en la tradición judía sefardí, algo que queda plasmado, en primer lugar, en la producción de los propios códices.
El esmero puesto en la precisión de la copia y en la cuidada transmisión del texto hebreo hizo que copistas y estudiosos de la Biblia de distintas partes del mundo vinieran a la Península en busca de aquellas copias que se tenían por más correctas y fiables. Muchos de esos códices, algunos de los cuales se muestran aquí, son además de una factura exquisita, objetos suntuarios y lujosos, comparables en su sacralidad al propio Templo de Jerusalén.
Pero los judíos de Sefarad no sólo leían la Biblia en hebreo. Como era costumbre desde la antigüedad, acompañaban su lectura en la sinagoga de la traducción aramea o Targum.Entre las comunidades judías de Al-Andalus, término que designa el territorio peninsular bajo gobierno islámico, circulaban también traducciones de la Biblia al árabe. En las comunidades establecidas en los reinos cristianos peninsulares, empezaron a aparecer además versiones vernáculas conocidas como romanceamientos.